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Relatos salvajes:
La venganza es un plato que Szifrón sirve
a muy distintas temperaturas

 

El viejo dicho de que la venganza es un plato que se sirve frío no sirve en este canto al lado más oscuro de la naturaleza humana que nos ofrece Damián Szifrón. Como doble autor –guionista y director– de su tercera cinta, Szifrón opta por ir calentando o enfriando alternativamente la venganza hasta hacer de ella algo explosivo, grotesco, ridículo y, por lo mismo, profundamente cómico. Su irónica alusión a la violencia en su propio país, Argentina,  no debe engañarnos sobre la universalidad de su obra, porque si la película refleja situaciones concretas, estas revelan al género humano en su totalidad, y el distinto grado de responsabilidad en cada una de las acciones se deja adivinar en su riquísimo subtexto.

 

En efecto, Relatos salvajes es una inteligente comedia negra con un guion plagado de afilados diálogos. Un humor negro que nos hace reconocer y atisbar nuestras propias pulsiones, las más primitivas del ser humano: la venganza como el instinto de conservación activado por las ofensas recibidas. Paradójicamente, y a pesar de lo desmesurado de las reacciones, los personajes aparecen creíbles en ese contexto de desquiciamiento paródico. Y es que esa exageración, que podría convertirse en su peor defecto por la falta de verosimilitud, se convierte en su punto fuerte debido a la maestría de la dirección y a unas actuaciones más que notables. La realidad, además, al fin y al cabo, siempre supera a la ficción…

 

Se ha criticado a Relatos salvajes por su fragmentación. Sin embargo, no hay nada más sólido que su tema, que cohesiona los relatos en la gradación alternante de distintas temperaturas: desde la gélida por la lejanía temporal de Gabriel Pasternak hasta la calculada de Mauricio; desde la involuntaria de la camarera a la tan meticulosamente planeada como exitosa del ingeniero “Bombita”. Y en el último y, sin duda, mejor relato, Szifrón nos hace pasar, casi sin solución de continuidad, de una desquiciada algarabía a la violencia más salvaje. Se trata de una revancha consumada en caliente, más desatada aún que aquella disparatada pero plausible de los conductores. Y sin embargo, será esta última la que deje un conmovedor espacio a un último plato que realiza el maridaje perfecto. Así, una boda, el símbolo de la unión humana más estrecha y, por lo mismo, la más expuesta a las heridas más profundas, simboliza de alguna manera una especie de fusión cósmica de lo masculino con lo femenino, y en ella la protagonista pasa de la desesperación a la rabia, de esta a lo ridículo y, finalmente, a lo trágico. La venganza se muestra palpitante en la impresionante y desatada actuación de Érica Rivas, y el relato conjunto de Szifrón es paródico y desmesurado, pero también profundamente humano. Y es que es este último relato salvaje el que abre un resquicio a la esperanza al introducir un elemento totalmente inexistente en los demás: el perdón, ese ente casi desconocido que asoma, finalmente, en los gestos aún heridos de ambos novios.

 

Valoración * * * *

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